Oración al Siervo de Dios Cardenal Eduardo Pironio

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TESTAMENTO ESPIRITUAL

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Cardenal Pironio / Testamento Espiritual

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viernes, 22 de mayo de 2015

Pironio recuerda a Pablo VI

La muerte de Pablo VI en el recuerdo del Cardenal Pironio



Cuando el Cardenal Pironio recibió la noticia estaba en la ciudad de Roma 

Lo cuenta una gran amiga del Cardenal, Laura Moreno: "La muerte de Pablo VI significará la pérdida de un padre y un amigo. Sufrirá humanamente, y lo afectará incluso físicamente. Pero, se alegrará, porque aquel gran hombre de la Iglesia que había vivido un “martirio interior”, gozará en la presencia del Padre".




Pablo VI y su secretario Mons. Pasquale Macchi 



Pironio se enteró de la muerte de Pablo VI por Monseñor Macchi

















Estando en una casa de las Hnas. Paulinas en las afueras de la ciudad se comunicó con Mons. Macchi (el secretario privado de Pablo VI) que le había sugerido que volviera. 


Al llegar, se acercó a rezar próximo al cuerpo del Papa y permaneció largo rato. 

Y al salir tuvo un fuerte dolor en el pecho. Fue al hospital Albano, allí lo atendió el Dr. Picardi quien le hizo un electrocardiograma en el que se consigna una leve herida provocada por una situación de angustia o estrés". (Moreno Laura,2002)



LOS TRES TESTAMENTOS DE PABLO VI
por Eduardo Cardenal Pironio

Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo (Mt 16, 16). He conservado la fe (2 Tm 4, 7).


I

Cuando uno se detiene a rezar ante la tumba de Pablo VI, sale pacificado, con ganas de ser más simple y sincero, con ganas de ser más bueno. Es que nos hace bien su recuerdo y su presencia.


Actual Tumba del Beato Pablo VI

Hacía mucho que nos miraba con ojos de eternidad: ojos tristes por el dolor de los hombres y la preocupación de la Iglesia, pero llenos de esperanza y de luz; buenos como los ojos de un niño que va descubriendo la vida, serenos como los ojos de un anciano que ha llorado sobre el mundo un martirio prolongado, luminosos como los ojos de un profeta que ha contemplado al Invisible y nos señala desde la visión el valor y el camino de la vida verdadera.

Pablo VI nos hacía bien cuando nos miraba; su mirada era un don, una invitación a la paz, una manifestación de Dios; pero al mismo tiempo era un pedido de comprensión en su sufrimiento, de afecto en su soledad, de oración en su ministerio de amor.













Cuando el 6 de agosto de 1978 –¡fiesta de la Transfiguración del Señor!– se nos anunció la noticia de su muerte, nos extrañó la rapidez y el silencio de su partida. 

Pero no preguntamos cómo ni por qué. 
Todos lo presentíamos ya; era una dolorosa intuición de nuestro corazón de hijos. 
Lloramos y dimos gracias al Señor por habérnoslo dado como padre, hermano y amigo. Nos dolió su partida, nos alegró su llegada, nos consuela la esperanza del encuentro definitivo.


Papa Pablo VI (1977)



Difícilmente podremos olvidar aquel atardecer del domingo 6 de agosto. 



La liturgia acababa de celebrar la Transfiguración del Señor: 

el Señor vino para llevárselo consigo al monte, como a su primer predecesor Pedro de Betsaida (Mt 17, 1), y transfigurarse ante él con su rostro brillante como el sol y sus vestidos blancos como la luz. 
Pablo VI vio a Jesús, aquella tarde, cara a cara (1 Co 13, 12) y para siempre. Partía serenamente al Padre.
Nosotros, quedábamos, también serenamente, doloridos. 
Con una herida muy honda, que sólo puede llenar el calor de una amistad y la certeza de una esperanza. 
Sólo puede llenar la seguridad de que Pablo VI nos dejó a Dios.
Habíamos celebrado dos acontecimientos: la manifestación de la gloria del Señor y la pascua definitiva de Juan Bautista Montini.


Salma del Papa Pablo VI en CastelGandolfo

Pablo VI sigue viviendo todavía. No sólo en la persona y el mensaje de Juan Pablo II –que se define siempre como su heredero, su discípulo y su hijo–, sino porque sigue llegándonos cada día su imagen serena y su bondad inconfundible. 

Es el amigo, el hermano, el padre que se ha muerto. 

No se nos puede prohibir que lo lloremos. 
Es un modo de oración. Y un modo también de sentirlo más cerca y más adentro.


II

Pablo VI nos dejó tres testamentos: su profesión de fe en la tarde del 29 de junio de 1978 en San Pedro, su canto a la vida en el testamento espiritual que todos hemos gustado como una meditación y sus exequias.

Exequias de Pablo VI 
Las exequias de Pablo VI –tan simples y austeras, tan profundamente vividas por todos, tan colegialmente presididas por la concelebración de todos los cardenales– constituyen un testamento maravilloso. 
Como para ser leído con los ojos del alma, con el corazón abierto como las páginas del evangeliario que el viento de aquella tarde del 12 doblaba sobre el féretro depositado sobre el pavimento. 


Exequias del Papa Pablo VI - Pironio de derecha a izquerda es el segundo
Los funerales de Pablo Vi, fue la primera liturgía funebre papal después del Concilio
Las exequias de Pablo VI fueron inéditas por su liturgía

Fue su última gran audiencia. 
¡Qué silencio en la plaza y en el mundo! 
¡Qué honda emoción en todos! 
¡Qué incontenible sollozo en los ojos de chicos y grandes, de pobres y ricos, de religiosos y laicos, de sacerdotes, obispos y cardenales! 




¡Qué sacudida del alma y qué sereno temblor en los fieles «sediarios» –que tantas veces lo habían llevado con amor en la silla gestatoria– cuando levantaron el cajón para mostrarlo por última vez al mundo entero, y todos los presentes lo saludaron cariñosamente con aplausos, como lo hacían siempre cuando él entraba en la basílica o se despedía en el aula Nervi! 


Los sedarios giran para el últmo adiós del Papa 

Era su modo normal de comunicarse, sin palabras, con sus hijos.

Sobre todo en los últimos tiempos era su inconfundible manera de extender sus brazos, de mover sus manos y de «ser llevado» (cf. Jn 21, 28). 


Durante varios días –en Castelgandolfo primero y en la basílica después– nos habló en silencio, nos dio cita a todos, nos curó el alma, nos mandó «mostrarnos a los sacerdotes» (Mt 8, 4). Se multiplicaron las misas, se agotaron las hostias, se asaltaron los confesonarios. Fue una verdadera audiencia prolongada, una gran misión, una culminación del Año Santo.

Luego vino la sencillez de su tumba: «Desearía que fuese en la verdadera tierra, con una humilde señal que indique el lugar e invite a cristiana piedad. Nada de monumento para mí». Se respetó su voluntad. 
Es una predicación continua: constantemente nos revela algo de su grandeza de alma, de su humildad profunda, de su sencillez evangélica. 


Nos hace bien. 

Es una reflexión sobre el sentido de nuestra vida y la responsabilidad de nuestra misión, una invitación a pensar en la sabiduría de los pequeños, una exhortación a buscar los valores evangélicos.
Éste es el misterio que nos descubre su testamento espiritual. 


Vale la pena leerlo en su sencillez y transparencia, sin ningún comentario: 

Notas para nuestro testamento (1965) y Notas complementarias a mi testamento (1972). 
Frente al misterio de la muerte, Pablo VI siente «el deber de celebrar el don de la vida»: con entusiasmo, con alegría, con gratitud.
«Señor, te agradezco porque me has llamado a la vida, y todavía más, porque haciéndome cristiano, me has reengendrado y destinado a la plenitud de la vida». 
Se despide de este mundo no con pena, sino con admiración y reconocimiento. Dios lo puso en él para realizar una misión maravillosa, crucificante y esperanzada. 
«Cierro los ojos sobre esta tierra dolorosa, dramática y magnífica, llamando todavía una vez sobre ella la divina Bondad».


El testamento espiritual de Pablo VI revela su profundidad interior, su belleza de alma, su sentido del hombre y de las cosas, su sensibilidad humana y familiar, su apasionado amor a la Iglesia, su delicadeza de conciencia, su devoción a María, su seguridad en Cristo, «el vencedor de la muerte». 

Se llevó muchas cosas que no pudo decirnos: sobre la Iglesia, el concilio, el ecumenismo, el mundo. 
«Despidiéndome de la escena de este mundo y yendo al encuentro del juicio y de la misericordia de Dios, debería decir tantas cosas, tantas».


III

Beato Pablo VI (1977)

Pablo VI, con la simplicidad y transparencia de su alma franciscana, adivinaba ya los pasos silenciosos de «la hermana muerte». 

La deseaba con amor; no como liberación de su martirio, sino como plenitud de gozo en el encuentro: Ven, Señor Jesús (Ap 22, 20). 
Nos tenía acostumbrados a sus presentimientos pascuales.  Cada vez hablaba con más certeza y serenidad de su próxima partida: el Señor viene (1 Co 16, 22). 
Nos contagiaba la alegría de la llegada: Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos... El Señor está cerca (Flp 4, 4-5).
Pero fue el 29 de junio –a poco más de un mes antes de su muerte– cuando Pablo VI nos entregó en San Pedro, con plena conciencia de que era su propia síntesis del pontificado, su testamento doctrinal. 

Su homilía en la festividad de los Santos Pedro y Pablo tenía sabor a despedida. Había elegido bien la fecha: era el día del papa –por consiguiente, «su día», el día de la conmemoración del XV aniversario de su pontificado, el día de la Iglesia, fundada sobre la piedra angular que es Jesucristo; el día de la fe profesada (Pedro) y de la fe anunciada (Pablo). Era el día de la fidelidad: a Cristo, a la Iglesia, al hombre. Pablo VI sentía que el Señor venía y golpeaba ya su puerta: «el curso natural de nuestra vida se dirige hacia el ocaso».
Con toda sencillez y humildad, con toda claridad y coraje, por amor a la Iglesia, quiso afirmar su indefectible fidelidad. Profundamente impresionado –¡más que nunca esta vez!– por los textos de la liturgia, escucha la confesión de fe de Pedro en Cesarea de Filipo y el testimonio de la misión de Pablo, a Timoteo, desde la cárcel de Roma. Mirándolos a ellos – y sabiendo que es el último y el más indigno sucesor de Pedro–, tiene conciencia de haber repetido incansablemente delante de la Iglesia y del mundo: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo (Mt 16, 16), y siente que puede gritar con toda tranquilidad, como Pablo: He combatido el buen combate, he terminado mi carrera, he conservado la fe (2 Tm 4, 7). 

Por feliz providencia, esta solemne profesión de fe –Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo– que brota de su corazón cansado de sufrir y amar, la recibe el corazón trepidante de su inmediato sucesor, Juan Pablo I –que la repite «con alegre firmeza» al finalizar su homilía del comienzo de su ministerio apostólico el 3 de septiembre– y llega al corazón esperanzado y joven de Juan Pablo II, que también la proclama al comenzar su homilía en la misa de iniciación de su pontificado, el 22 de octubre de 1978.

Era necesaria esta pública afirmación de fe; no sólo para tranquilizar su conciencia frente al justo Juez (2 Tm 4, 8), a cuyo encuentro se encamina, sino para dar clara respuesta a cuantos no supieron comprender su «sufrido ministerio de amor y de servicio a la fe y a la disciplina».
Pablo VI sufrió mucho. Le tocaron tiempos difíciles; indudablemente, los más difíciles del siglo, si tenemos en cuenta los dolores del mundo y la problemática de la Iglesia. La aplicación del concilio no fue fácil (no lo es todavía); quizá la Iglesia que él había soñado como arzobispo de Milán y Padre conciliar no era todavía la «inmaculada esposa de Jesucristo». 


Pablo VI en una visita parroquial

No faltaron voces (de derecha o de izquierda) que lo culparan, en esta crisis de la Iglesia, o de exceso de audacia o de falta de coraje. Pareciera que el capitán de la barca tiene siempre la culpa de la furia de las tormentas. Se ha acusado a Pablo VI de haber sido demasiado blando en los abusos en materia de fe, de disciplina, de liturgia. ¡Como si lo más importante no fueran las luces que encendía, las orientaciones doctrinales que daba, el Espíritu que infundía! 
Hay algo de su magisterio estupendo que no puede ser olvidado: son los discursos de apertura y de clausura de cada uno de los períodos conciliares que le tocó presidir. Recordemos solamente el magnífico discurso sobre El valor religioso del concilio, el 7 de diciembre de 1965.

La fidelidad de Pablo VI –a Cristo, a la Iglesia, al hombre– se manifiesta en la profundidad luminosa de su magisterio (encíclicas y exhortaciones, discursos y homilías, catequesis y mensajes, gestos simples y viajes por el mundo entero). Pablo VI era el hombre del silencio y la palabra, de la profundidad contemplativa y del sentido del hombre, del amor a Cristo y de su ministerio de amor al mundo. 
En su testamento doctrinal, Pablo VI quiso sintetizar su pontificado en dos puntos: conservación de la fe y defensa de la vida humana.

El oficio de un papa –como el de San Pedro, a quien Cristo confió el mandato de confirmar a sus hermanos– es el de servir a la verdad de la fe y ofrecer esta verdad a los que la buscan. Pablo VI tiene «humilde y firme conciencia» de haber «confirmado a sus hermanos» en la fe (Lc 22, 32) y de no haber traicionado jamás «la santa verdad». Buscó sólo al Señor, el bien de la Iglesia, el servicio a los hermanos. Como haciendo un resumen de su magisterio –desde la Ecclesiam suam hasta la Evangelii nuntiandi–, Pablo VI enumera con sencillez sus principales encíclicas y exhortaciones apostólicas.

Es imposible entrar con profundidad en cada una de ellas. Yo sólo quiero señalar el valor –como testimonio de un hombre que está por partir– de estos tres documentos magníficos del Año Santo: La reconciliación dentro de la Iglesia (8-12-1974), La alegría cristiana (9-5-1975) y La evangelización del mundo contemporáneo (8-12-1975). ¡En el término exacto de un año, tres exhortaciones profundas y aleccionadoras! 
Beato Pablo VI

El Año Santo, presidido por Pablo VI, se abre con una exhortación a la conversión y reconciliación fraterna, se continúa con una invitación pascual a la alegría y se concluye con un mandato misionero para anunciar «la Buena Nueva» de Jesús a los pobres y la liberación a los oprimidos (Lc 4, 18).
Podríamos decir muchas cosas sobre Pablo VI: el hombre de espiritualidad profunda y vida interior (hombre verdaderamente contemplativo), el hombre apasionado por la Iglesia, el hombre fascinado por los valores auténticos de la naturaleza, del mundo, de la historia.
El hombre del sufrimiento, de la cruz pascual y del martirio. El hombre del amor, la alegría y la esperanza. El hombre de la confianza en Dios. Alguien que supo encontrar a Cristo y amarlo con disponibilidad absoluta. Alguien que supo descubrir al hombre y servirlo con generosidad alegre.
Pablo VI murió el 6 de agosto. 
Exactamente el día que había firmado –catorce años antes– su encíclica sobre el diálogo en la Iglesia. Las campanas de María acababan apenas de callar después de haber celebrado la alabanza de Nuestra Señora de las Nieves. Cantaban entonces las campanas de la Transfiguración del Señor. Y las campanas de la Pascua de la
Virgen –el 15 de agosto– se habían preparado para celebrar la pascua de un hombre que nació en Concessio, sirvió a la Iglesia como sacerdote, obispo y papa y murió en silencio en las colinas de los montes Albanos.
Lo lloró el mundo, lo sintió la Iglesia, lo recibieron en la gloria los bienaventurados.
Sobre todo, María, a quien él tanto amó, se sintió feliz de tenerlo cerca en el día de su
Pascua. Era el modo más seguro de que los hombres lo sintiéramos Padre. Por eso, María cantó nuevamente el Magnificat y nosotros lo cantamos con ella y con la Iglesia.

+ Cardenal Eduardo Pironio

(Tomado del libro «Queremos ver a Jesús», Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1980, pp. 298-306. Ejercicios espirituales a la Curia Romana 1974)