Oración al Siervo de Dios Cardenal Eduardo Pironio

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sábado, 3 de febrero de 2018

La Pascua del Cardenal Pironio

05 de febrero de 1998
La Pascua 


“¡Magníficat! Agradezco al Señor el privilegio de la cruz. Me siento felicísimo de haber sufrido mucho. Sólo me duele no haber sufrido bien y no haber saboreado siempre en el silencio mi cruz. Deseo, que, al menos ahora, mi cruz comience a ser luminosa y fecunda...”
En medio de esta vitalidad pastoral, en 1984 el Señor tocó su vida con la enfermedad que le llevaría a cantar el salmo, “¡qué alegría cuando me dijeron: «Vamos a la casa del Señor». Ya están pisando nuestros pies tus umbrales, Jerusalén!”.
“Todo cristiano está llamado a la santidad”, había repetido desde muy joven el Cardenal. Su vida, poco a poco fue haciéndose testimonio de la total y única identificación con Cristo. La dimensión contemplativa, tan tempranamente despierta en él, se hizo central. 
Su ritmo personal y su presencia fueron casi exclusivamente espirituales, sin que ello suponga negar la actividad y los roles de animación que conserva y ejerce con dedicación, hasta que el Santo Padre acepta su renuncia luego de cumplir los 75 años de edad. Aún después, continuó colaborando en ocho Congregaciones de la Santa Sede y participó de las primeras sesiones del Sínodo de América 87, así como de la celebración en conmemoración del centenario del nacimiento de Pablo VI. 
Allí su salud se resintió.

En la Navidad de 1997, la última con nosotros, cuando la enfermedad había avanzado notoriamente, su predicación, siempre de raíces bíblicas, se hace la prolongación de su propia contemplación del Misterio que anuncia y prevé. 
Comunicaba la presencia del Misterio de Dios que nos abarca totalmente y nos llama a vivir en plenitud:

 “¡Con qué ardor hablaba Jesús del Padre, de volver al Padre!: Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo otra vez el mundo y me voy al Padre.
Este es el esquema de nuestra vida. También nosotros hemos salido del Padre el día del Bautismo, porque allí fuimos hechos hijos adoptivos de Dios. Allí –sin nosotros percibirlo– el Espíritu gritó: Abbá, Padre; y desde entonces, también nosotros estamos viviendo en el seno del Padre. Pero venimos al mundo, tenemos que realizar una tarea. Sea grande o pequeña, es la tarea que Dios nos ha asignado a cada uno. Cada uno de nosotros ha venido sellado con una misión especial que tiene que realizar con toda sencillez. Cuando hayamos terminado esta misión volveremos al Padre [...].
Vamos hacia la casa del Padre. La alegría de morir consiste en saber que volvemos a la casa del Padre, llevados por la mano de Jesús”.

Así se había cumplido. Un mediodía, en Roma, poco después de la hora del Ángelus nos invitó a todos a cantar con el Magníficat. El 5 de febrero ante la presencia de Monseñor Karlic, sus familiares, amigos y personas cercanas, con la mirada y el corazón en María, la Madre de Jesús, “partió a la casa del Padre”. Nos anunció a Jesús, la esperanza de la Gloria, con su vida y en su muerte.

por  LAURA MORENO
Vicedirectora de la revista Criterio
en Teología 79, UCA, Buenos Aires, 2002 

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