Señora de la Pascua:
Señora de la Cruz y la Esperanza.
Señora del Viernes y del Domingo,
Señora de la noche y la mañana
Señora de todas las partidas, porque eres la Señora
Escúchanos:
Hoy queremos decirte:
«muchas gracias».
Muchas gracias, Señora, por tu Fiat:
por tu completa disponibilidad de «Esclava».
Por tu pobreza y tu silencio.
Por el gozo de tus siete espadas.
Por el dolor de todas tus partidas que fueron dando la
paz a tantas almas.
Por haberte quedado con nosotros a pesar del tiempo y
las distancias
Tú conoces el dolor de la partida porque tu vida fue
siempre despedida.
Por eso fuiste y fue fecunda tu vida.
Todo fue por «haber creído» (Lc 1, 45).
Porque le dijiste al Señor que «Sí», en aquel mediodía
de los tiempos (Lc 1, 38).
Apenas el Señor bajó a tu pobreza, comenzaron tus
partidas. «El ángel se alejó» y Tú te fuiste «sin demora a una
montaña de Judá» (Lc 1, 39).
Allí hiciste felices a Isabel, tu prima, y al niño que
llevaba en sus entrañas.
Cumplida tu tarea, regresaste sencillamente a tu casa
(Lc 1, 56).
Otro día (u otra noche, no sé), cuando esperabas en tu
silencio de Nazaret, te llegó otra orden de partida: a Belén de Judea, la
ciudad de David (Lc 2, 4) porque allí, en la Casa del Pan, había de nacer el
Niño (Miq 5, 2).
Tu partida costosa fue el preanuncio gozoso de la
salvación que ya llegaba en la primera Nochebuena de los siglos.
Una noche, inesperadamente, el Ángel del Señor le habló
a tu esposo. Y «José se levantó, tomó de noche al Niño y a su madre, y se fue a
Egipto» (Mt 2, 13-14).
Fue la tercera vez que pedían tu partida.
Más tarde, cuando ya te habías acostumbrado a lo
provisorio del destierro, otra vez el Ángel del Señor habló a José y le dijo:
«Levántate, toma al Niño y a su madre y regresa a la tierra de Israel» (Mt 2,
20).
Tu vida estaba señalada por las despedidas.
Otra vez, cuando el Niño era ya grande y Tú le habías
enseñado a orar, se te quedó misteriosamente perdido en el templo.
Ahora era Él el que partía.
«¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debo
ocuparme de los asuntos de mi Padre?» Y tú no entendiste el sentido total de la
partida (Lc 2, 49-50).
Después, en Cana de Galilea, cuando se manifestó el
Señor en el primero de sus signos, por hacer bien a los demás, Tú te olvidaste de
Ti misma y le pediste que adelantara «la hora» de su partida (Jn 2, 4).
Y Él partió a «llevar la Buena Nueva a los pobres, a
anunciar a los cautivos la liberación, y a los ciegos la vista, a dar libertad
n los oprimidos» (Lc 4, 18).
Mientras tanto, Tú lo acompañabas desde cerca y desde
adentro, rumiando en tu Corazón la Palabra que Él iba predicando (Lc 11, 28).
Hasta que llegó la tarde de un viernes en Jerusalén.
Era la hora de la Pascua y la partida. La noche antes, en el Cenáculo, El
celebró la Cena de la despedida.
Era, también la Cena de la amistad y la presencia, de
la comunión fraternal y del encuentro.
Amarrado por los hombres a los brazos de una Cruz, Él
se descolgó para subir al Padre. Tú mirabas la partida desde abajo y desde
cerca, bien serena y fuerte (Jn 19, 25).
El corazón de la Cruz era el punto inicial de su
partida.
Y también de su regreso: «Me voy y volveré a vosotros»
Mezcla extraña de gozo y de tristeza.
«También vosotros ahora estáis tristes, pero yo os
volveré a ver y tendréis una alegría que nadie os podrá quitar» (Jn 16, 22).
Señora del Silencio y de la Cruz.
Señora del Amor y de la Entrega.
Señora de la Palabra recibida y de la palabra empeñada,
Señora de la Paz y la Esperanza.
Señora de todos los que parten,
porque eres la Señora del
camino y de la Pascua.
También nosotros hemos celebrado ahora la Cena de la
despedida.
Hemos comido contigo el Cuerpo del Señor, hemos partido
juntos el Pan de la amistad y unión fraterna.
Nos sentimos fuertes y felices. Al mismo tiempo, débiles
y tristes.
Pero nuestra tristeza se convertirá en gozo y nuestro
gozo será pleno y nadie nos lo podrá quitar (Jn 16, 20-24).
Enséñanos, María, la gratitud y el gozo de todas las
partidas.
Enséñanos a decir siempre que Sí, con toda el alma.
Entra en la pequeñez de nuestro corazón y pronúncialo
Tú misma por nosotros.
Sé el camino de los que parten y la serenidad de los
que quedan.
Acompáñanos siempre mientras vamos peregrinando juntos hacia el
Padre.
Enséñanos que esta vida es siempre una partida.
Siempre
un desprendimiento y una ofrenda.
Siempre un tránsito y una Pascua. Hasta que
llegue el tránsito definitivo, la Pascua consumada.
Entonces comprenderemos que para vivir hace falta
morir, para encontrarse plenamente en el Señor hace falta despedirse.
Y que es
necesario pasar por muchas cosas para poder entrar en la gloria (Lc 24, 26).
Señora de la Pascua: en las dos puntas de nuestro
camino, tus dos palabras:
fíat y magnificat.
Que aprendamos que la vida es siempre un «sí» y un
«muchas gracias».
Amén. Que así sea.
+ Eduardo Francisco Cardenal Pironio
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